En el camino vocacional el Señor se sirve de muchas personas para irnos mostrando su voluntad, personas que dejan una huella especial y entran a formar parte de la historia de salvación que Dios va tejiendo con cada uno de nosotros. Una persona muy querida que se encuentra en los orígenes de mi vocación al sacerdocio y que está viviendo con especial asombro y alegría la aventura a la que el Señor me ha llamado, es mi madre.
A lo largo de los siglos, las madres de muchos sacerdotes han sido para ellos reflejo del rostro tierno de Dios y han gastado su vida por sus hijos en el silencio, en el trabajo y en la oración. De mi madre admiro muchas cosas. Su vida es un espejo en el que me puedo mirar para aprender cada día a ser mejor discípulo del Señor: su fe sencilla, pero profunda, me invita a saber confiar en Dios y a abandonarme en sus manos providentes; su vida entregada a todos, me insta a darme por completo y a salir en búsqueda de tantas personas que me están esperando; su mirada profunda para descubrir la presencia de Dios en todo, es una llamada permanente a percibir el paso extraordinario del Señor en lo ordinario de la vida. Esta es la huella de una madre, de mi madre, mujer dichosa que está viendo recompensado con creces el sacrificio que supone ofrecer al Señor y a la Iglesia el don inmenso que es un hijo.
A lo largo de los siglos, las madres de muchos sacerdotes han sido para ellos reflejo del rostro tierno de Dios y han gastado su vida por sus hijos en el silencio, en el trabajo y en la oración. De mi madre admiro muchas cosas. Su vida es un espejo en el que me puedo mirar para aprender cada día a ser mejor discípulo del Señor: su fe sencilla, pero profunda, me invita a saber confiar en Dios y a abandonarme en sus manos providentes; su vida entregada a todos, me insta a darme por completo y a salir en búsqueda de tantas personas que me están esperando; su mirada profunda para descubrir la presencia de Dios en todo, es una llamada permanente a percibir el paso extraordinario del Señor en lo ordinario de la vida. Esta es la huella de una madre, de mi madre, mujer dichosa que está viendo recompensado con creces el sacrificio que supone ofrecer al Señor y a la Iglesia el don inmenso que es un hijo.
Antonio Jiménez Martín
Seminaristas de Ávila
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